Enfoques

Mi pasado como reclutador islamista

Maajid Nawaz era un adolescente cuando se unió al grupo Hizb-ut-Tahrir, tras pasar cuatro años en una prisión de El Cairo, abandonó el islamismo. Ahora dedica su vida a los derechos humanos y a luchar contra el extremismo.

LONDRES - La semana pasada, el hombre apodado "yihadista John" por los medios de comunicación del mundo fue desenmascarado como Mohammed Emwazi, un joven musulmán de Londres, de origen kuwaití y naturalizado británico. No sólo eso, sino que el más conocido recluta occidental del Estado Islámico fue identificado como un graduado en ciencias computacionales de la Universidad de Westminster.

Sorprendió a muchos que el presunto verdugo que aparece en los videos grabados por el Estado Islámico fuera un educado urbanita de clase media. Pero las instituciones académicas británicas llevan años infiltradas por peligrosos idealistas teocráticos. Yo lo sé: fui uno de ellos.

La Universidad de Westminster es famosa por ser un semillero de actividad extremista. La Sociedad Islámica de la universidad está muy influenciada, a veces controlada, por el grupo islamista radical Hizb-ut-Tahrir y regularmente sirve de plataforma a los predicadores del odio. El mismo día en que se identificó a Emwazi, la universidad sería sede de una conferencia a cargo de Haitham al-Haddad, un hombre acusado de promover la homofobia, defender la mutilación genital femenina y manifestar que los judíos son descendientes de simios y cerdos. El evento fue suspendido, no por las autoridades universitarias, sino por la Sociedad Islámica, que adujo motivos de seguridad.

La infiltración o "entrismo" islamista (el entrismo originalmente describía las tácticas adoptadas por Trotsky para controlar una organización comunista rival en la Francia de los años treinta) sigue siendo un problema dentro de las universidades y escuelas británicas. Hace veinte años, jugué mi papel como un entrista islamista en la universidad.

Nací y crecí en Essex, a las afueras de Londres, en una familia paquistaní acomodada y bien educada. Pero alcancé la mayoría de edad cuando al otro lado de Europa se cometía el genocidio contra los musulmanes bosnios. Ese horror, sumado a la violencia de los racistas blancos que experimenté en casa, hizo que me alejara de la sociedad establecida.

Yo tenía una mente lo bastante inquisitiva para cuestionar los acontecimientos mundiales, y mis propios orígenes hacían que me importaran, pero me faltaba la madurez emocional para procesar estas cosas. Eso me hizo un blanco perfecto para el reclutamiento islamista. En medio de este caldo de cultivo llegó mi reclutador, él mismo egresado de una facultad de medicina de Londres.

Pertenecía a Hizb-ut-Tahrir, que en árabe significa la fiesta de la liberación, un grupo islamista internacional revolucionario fundado en 1953, fue el primer movimiento que popularizó la restauración de un califato con una versión de la ley islámica. A diferencia de Al Qaeda, Hizb-ut-Tahrir aboga por golpes militares, no el terrorismo, para alcanzar el poder.

Los reclutadores son expertos en la manipulación de los acontecimientos del mundo para presentar lo que yo llamo la "narrativa islamista", a saber, que el mundo está en guerra con el Islam, y sólo un califato protegerá a los musulmanes de los cruzados. Me sedujo la ideología y me sentí atraído por su subcultura alternativa.

A los 16 años había adoptado sin reservas las ideas de Hizb-ut-Tahrir. Me pidieron que me matriculara en Newham College, una institución pública de educación continua en el este de Londres, con el objetivo de ganar protagonismo en el campus y reclutar a otros estudiantes a la causa. Llegué a presidir la asamblea de estudiantes, me aproveché de la ingenuidad universitaria, conseguí partidarios que votaran por mí y consolidé nuestro control.

La ponzoñosa atmósfera que mis partidarios y yo creamos en Newham College creció tan peligrosamente que en 1995 mi autodesignado guardaespaldas mató a puñaladas a un estudiante no musulmán en el campus, al grito de "¡Allahu akbar!" El asesino, Saeed Nur, fue condenado por asesinato.

Fui expulsado con razón de la universidad, aunque mi activismo no terminó ahí. Trabajé primero en Pakistán y luego en Egipto reclutando a jóvenes oficiales militares para la agenda revolucionaria de Hizb-ut-Tahrir. En 2001, fui arrestado por la policía secreta del presidente Hosni Mubarak. Durante cuatro años en una prisión de El Cairo, reconsideré gradualmente la ideología del islamismo, y finalmente la abandoné. Al salir de la cárcel, me dediqué a la labor que me ocupa hasta hoy, los derechos humanos y la lucha contra el extremismo.

La Sociedad Islámica de la Universidad de Westminster, al igual que otras en las universidades de todo Reino Unido, sigue siendo el blanco de los radicales entristas

Aun cuando tales instituciones deben proteger la libertad de expresión, deben estar atentas a no prestar a estos predicadores plataformas irrebatibles para promover su mensaje tóxico a un público vulnerable.

Estos oradores aseguran predicar el Islam, pero pregonan una versión altamente politizada y a menudo violenta de mi fe. Es más fácil de lo que uno piensa que gente capaz y brillante como Emwazi se adhiera a la cosmovisión miope de los predicadores del odio. Los jóvenes de origen relativamente acomodado y con educación constituyen desde hace tiempo una proporción descomunal en las causas yihadistas.

Apenas el mes pasado, la sociedad británica quedó sumida en la consternación al enterarse de que tres jovencitas, alumnas de la academia Bethnal Green, habían salido del país para unirse al Estado Islámico. Kadiza Sultana, Amira Abase y Shamima Begum eran, según sus padres y compañeros, excelentes estudiantes.

Desafiar la noción de Estado, la teoría democrática y la política de poder del Medio Oriente sin duda exige un grado de sofisticación intelectual, pero no por ello una adolescente idealista es menos vulnerable a la explotación de hábiles reclutadores. Independientemente de las buenas calificaciones, pueden sufrir una crisis de identidad o agravios que los radicalizadores aprovechan.

El deseo de imponer cualquier religión sobre una sociedad es una idea intrínsecamente repugnante, pero no entre muchos musulmanes británicos. Durante décadas hemos permitido que los ideólogos islamistas trabajen con absoluta libertad en nuestras comunidades, a tal grado que el islamismo se ha convertido en la única forma de expresión política para muchos jóvenes musulmanes en Gran Bretaña y en toda Europa.

Pasar de ser un adolescente británico ordinario a unirse al Estado Islámico es un gran salto. Pero es un paso mucho más pequeño para alguien criado en un clima donde los sueños de la restauración de un califato y la imposición de una forma distorsionada del Islam están normalizados. Hasta que nos afrontemos esta aparente legitimación del discurso islamista, no detendremos el flagelo de la radicalización.

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