Financial Times

FINANCIAL TIMES: Los pocos afortunados de Silicon Valley pagarán el precio


 
 

 
 
 Por Richard Waters
 
 
El proyectil que recientemente rompió la ventana de un autobús en San Francisco que transportaba empleados de Google hacia el trabajo fue como una intromisión del mundo real en la atmósfera enrarecida de la élite tecnológica de Silicon Valley.
 

El misil fue lanzado por manifestantes que se oponen al aburguesamiento progresivo provocado por los empleados altamente remunerados del área de tecnología, que han elevado las rentas y los precios de la vivienda en el Mission District de la ciudad y áreas aledañas. ¿Qué mejor blanco que las flotillas de autobuses equipados con WiFi y propiedad de las compañías que transportan empleados desde la península debajo de San Francisco hasta las sedes de compañías como Google, Facebook y Apple?
 
 
Aunque esto es un pleito local, también es uno de esos episodios que resaltan un problema de mucha mayor importancia. El año pasado trajo un cambio, que no por sutil fue menos importante, en la opinión pública acerca de los chicos dorados que han prosperado desde el último boom del Internet.
 

En las secuelas de la crisis financiera, a Silicon Valley se le veía como un detalle estimulante en una muy oscura economía. Hace casi tres años, cuando el presidente Barack Obama se sentó a cenar y charlar con un grupo de personas importantes del área de la tecnología, entre ellas el fallecido Steve Jobs de Apple, acerca de la innovación y creación de empleos, fue un intento bastante evidente de asociarse con la parte más dinámica del establecimiento empresarial.
 
 
Desde entonces, el auge provocado por los teléfonos inteligentes ha vertido nuevas riquezas sobre unos pocos afortunados en el mundo de la tecnología, incluso en una economía que lucha por crecer y donde la suerte de muchos trabajadores ha empeorado.
 

También ha crecido la sensación de que, aunque por mucho que a Silicon Valley le guste autoproclamarse como la meritocracia definitiva, no toda la riqueza ha sido merecida. En noviembre, cuando sólo tenía dos años, Snapchat, la aplicación para compartir fotografías, rechazó una oferta de 3 mil millones de dólares por parte de Facebook: ¿entonces cómo puede no tomarse a la industria como una lotería gigante? Con titulares como éste entre el brote de historias tecnológicas de 2013, es inevitable que no haya una reacción negativa.
 

Hasta ahora, esto no ha perturbado la complacencia que se asienta sobre la mayor parte de la industria tecnológica del Área de la Bahía mientras entra a la fase de expansión de uno de sus auges periódicos. En Silicon Valley reina un profundo sentido de insularidad. Esto es lo que ha hecho de la industria tecnológica al norte de California todo un éxito, creando un ambiente invernadero en el que todo fluye hacia adentro. La carrera por copiar –y mejorar– a los rivales del otro lado de la calle alimenta un ciclo rápido de innovación en el cual se prueban las nuevas variantes de una idea hasta que una resulta ser la imbatible.
 

Pero la insularidad tiene un precio. En términos de productos, a menudo lleva al enfoque oportunista del "yo también" en el cual la innovación genuina tiene un papel secundario. Y crea una sociedad sorda en la cual se llegan a sentir como lejanos los problemas sociales y económicos mucho más amplios. El éxito se mide en clics o en descargas de aplicaciones más que en impacto real en el mundo.
 

Un cierto aire de invulnerabilidad llena el ambiente durante los buenos tiempos. En esos momentos, parece como si cada nueva compañía cree que está a punto de cambiar el mundo, o al menos desplazar alguna anticuada industria análoga.
 
 
Los brotes de tal arrogancia no son nada nuevo, y en el pasado han tendido a autocorregirse al explotar las burbujas de inversiones que alimentan.
 

Quién se beneficia de la nuevas plataformas digitales, mientras se desplazan desde las afueras de la vida social y empresarial hacia su núcleo, es la pregunta que necesita una respuesta urgente.
 
 
Algunos de los resultados –como nuevas formas de comunicación masiva o de más fácil acceso a la información– se han difundido ampliamente. Pero cuando se trata de riqueza y empleos, sólo unos pocos afortunados han cosechado los beneficios.
 

Otra pregunta que fue difícil ignorar el año pasado fue si, a sabiendas o no, las compañías estadounidenses que dominan la actividad de Internet mundial han ayudado a fomentar la extensa vigilancia que ejerce el gobierno sobre sus usuarios. Las revelaciones acerca del alcance de la vigilancia de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense han dejado la sensación de incomodidad de que tal vez el interés propio las ha hecho olvidar los peligros.
 

Sería bueno pensar que preguntas como éstas recibirán más atención en Silicon Valley en 2014, de preferencia sin que se lancen más piedras a los pocos privilegiados. Pero a juzgar por el egoísmo que ha caracterizado otros auges de la industria tecnológica, no serviría de nada contar con ello.
 
 
 
 
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