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FINANCIAL TIMES: Hombres deberían dejar de preocuparse por falta de prestigio


 
 

 
 
Por Lucy Kellaway
 
 
En los primeros días de 2014 tres conocidos míos se encargaron de decirme por separado lo mal que les iba en el trabajo. El primero estaba muy perturbado porque lo habían presionado a aceptar un despido voluntario. El segundo estaba molesto por una decisión que se había tomado sin consultarle, mientras que el tercero se quejó de que no le estaba pasando nada: otros recibían ascensos y él estaba estancado.
 
 
A cada uno le dije lo que yo pensaba. El primer hombre debería aceptar el dinero y agradecer que le pagaran por dejar un empleo que no le gustaba; el segundo debería estar por encima de la situación; el tercero debería pensar en buscar empleo en otra parte. Pero, ¡ay!, tan excelentes consejos no fueron bien recibidos. Ninguno de ellos quedó ni remotamente apaciguado.
 
 
En posteriores discusiones resultó que yo había cometido un error clave. Lo que les dolía a los tres no era la situación misma, era la aplastante humillación que la acompañaba, según su perspectiva. A ninguno le interesaba una solución pragmática; lo que necesitaban desesperadamente era una forma de aliviar el dolor, es decir, una forma de mantener su credibilidad y prestigio.
 
 
Tratando de escapar este panorama de humillación en el mundo real, me senté a terminar de ver las series en las cajas recopilatorias que había recibido por Navidad. Ahí encontré a Walter Barnett visitando a su psiquiatra en la fantástica serie In Treatment. Walter es el jefe ejecutivo de una empresa que produce leche para bebés; la leche se contamina; los bebés mueren; las acciones se hunden; él renuncia a su cargo y trata de suicidarse. Después se sabe que no era sólo la culpabilidad por los bebés muertos: a lo que no le podía hacer frente era al desprestigio.
 
 
Aun en la serie Downton Abbey no había descanso de la humillación en el trabajo. Cuando Mr. Molesley, recientemente degradado de su puesto como mayordomo, recibe un par de guantes blancos que él debe usar en su nuevo papel de simple lacayo, su expresión muestra total angustia.
 
 
Todas estas anécdotas reales y ficticias inspiran en mí una extraña combinación de compasión e impaciencia. Entiendo que el dolor es intenso, pero me deja queriendo gritar: "Deja de obsesionarte contigo mismo." Tampoco podía evitar la observación de que los dolientes son hombres, ya que las mujeres son menos susceptibles a los estragos de la humillación en el trabajo. No tengo datos para apoyar esta tesis, sólo décadas en oficinas y una conjetura intuitiva sobre el por qué. Para empezar, a las mujeres les importa menos el estatus, y en general su identidad no depende solamente de su desempeño en el trabajo.
 
 
Si tengo razón, esto contradice la idea popular de que las mujeres –quienes se suponen sean más vulnerables a la crítica–  la pasan peor en la oficina. En vez, por ser menos propensas a la humillación, las mujeres podrían ser más flexibles y resistentes ya que no vemos cada instancia de no ser invitadas a una reunión rutinaria como un ataque a nuestros egos.
 
 
No sólo es dolorosa la humillación, carece de sentido. Al contrario de la culpabilidad o la vergüenza, las cuales tienen un propósito evolutivo claro, la humillación no tiene ninguno. No hace que la gente se porte mejor. Mi conocido probablemente seguirá en un empleo que odia porque sería humillante dejarlo. El Sr. Molesley casi preferiría arreglar carreteras a ser humillado por una degradación en Downton. Y en cuanto a Walter, toma la decisión de máxima estupidez cuando trata de suicidarse.
 
 
Además de ser dolorosa y dañina, la humillación también es innecesaria. El doliente se ve en un caos ante la expectativa de su reducida condición en los ojos del mundo. Pero el mundo está generalmente demasiado ocupado con su propia condición para molestarse por los desaires que otros reciben. ¿Qué se puede hacer? Un primer y evidente paso sería eliminar las prácticas antipáticas en el trabajo expresamente diseñadas para humillar. No más echar la culpa en público. No más gritos e intimidación. Sin embargo, eso por sí solo no resolvería el problema ya que la humillación no surge solamente de la gestión incivilizada sino de la condición humana.
 
 
La respuesta es darle a esta emoción el mismo tipo de cambio de imagen que recientemente se le ha dado al fracaso, el cual ahora se considera no sólo normal sino un prerrequisito para el éxito. Todas las escuelas de comercio deberían de estudiar casos concretos en los cuales hay personas a las que sacan del trabajo a codazos, que son pasadas por alto y avergonzadas. Hay una desesperada necesidad de modelos de humillación a seguir, y por suerte tengo la perfecta candidata. Cuando la chef de la televisión Nigella Lawson se canse de enseñarle al mundo como hacer pastelitos de crema de mantequilla y jarabe de arce, podría enseñarles a todos esos engreídos Masters en Administración de Empresas como negociar aún peores humillaciones que las que seguramente encontrarán en el camino.
 
 
 
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