Culturas

Sergio Pitol: lo que aún falta por contar

Sergio Pitol llega a los 85 años y sus libros, siempre jóvenes, lo han contado casi todo.

Stefan Zweig, narrador que mucho narró y al que mucho le fue narrado, sentía orgullo por su única posesión segura: el sentimiento de libertad interior. En El mundo de ayer, Zweig recorre el camino de sombras, de ruinas y de riquezas que dejó el Imperio de los Habsburgo. Juega el encantador papel de guía de turistas del tiempo ido para siempre, cuando siempre ya es nunca. Sergio Pitol –el mexicano más viajero– participa de la misma homilía literaria: la libertad es el arresto domiciliario del espíritu, la única aprehensión verdaderamente posible en un mundo repleto de chácharas.

Pitol cumple 85 años y su obra apenas pasa por la juventud. Es casi obligatorio que una nota de prensa que quiere enaltecer el trabajo de un gran escritor pregunte a otros narradores lo que piensan del homenajeado. Lo obligatorio, sin el casi, debiera ser preguntar a los libros de ese autor lo que tienen que decir sobre su creador. Pitol, en ese caso, tiene mucho que contar y lo ha contado todo, casi todo, cuando casi es aún mucho. Trilogía de la Memoria (Anagrama) debe ser consultada con ciertas frecuencias, como cuando se visitan las grandes ciudades. Uno es los libros que ha leído, dice el autor, sin ufanarse de la biblioteca interior, que es mucha. Mucha. Leída, traducida, creada y narrada con envidiable paciencia. En la memoria, Pitol es su propio Virgilio. El detalle de los hechos como gesto de la generosidad presumida. Tenis de mesa entre el yo real y el paralelo al yo.

Escribe, por ejemplo: uno de los lazos evidentes que encuentro en aquel muchacho (el Pitol de 1965) plantado en Varsovia es una desmedida afición a la lectura. La libertad de la que entonces disfrutaba apenas se advierte en lo que escribía, pero quizás le sirvió como reserva para emplear más tarde, cuando paradójicamente, su espíritu de libertad se había agostado. No deja, dice, de sentir algo parecido al mareo.

"Evocar esa época –agrega– no me hace pensar que vivía yo otra vida, como por lo general se dice, sino más bien que la persona a quien me refiero no era del todo yo mismo; se trataba, en todo caso, de un joven mexicano que compartía conmigo el mismo nombre y algunos hábitos y manías".

Pitol descubrió en Venecia que él también había tenido su visión. No una visión; la visión de sí mismo. Traducida como la apetencia del mundo y al mismo tiempo su rechazo. "El esfuerzo por conciliar la experiencia de la vida con el ejercicio de la escritura me hizo sentir durante muchos años oprimido, desvertebrado, empequeñecido. Ahora, cuando el mundo se me ha adelgazado casi hasta desvanecerse, esa aparente contienda me resulta de una trivialidad casi desconcertante. De cualquier manera, ha marcado mi vida. Ha sido fuente de agonías, pero también, secretamente, el estímulo creador más extraordinario". Hay en –La lucha con el ángel– un debate interno en Pitol, un partido entre el frágil equilibro de la realidad y la poderosa asimetría de lo fantástico.

El traductor trabaja largas horas en Varsovia. Sale al balcón en el que han reventado los geranios. Siente placer. Intenta que las traducciones mantengan las mismas respiraciones del polaco (como las del inglés). A su lado, asegura, se encuentra siempre el ángel del orden. Mira a la plaza. Imagina historias de una anciana. De la muchacha que, quizá, espera un encuentro. Y de un joven que ve en esa muchacha un rostro, el rostro. Quizá el amor. Una aventura, tal vez. El lector ya no ve una plaza, tampoco los geranios. Tampoco ya sabe si es tarde. Ya no. Lee una película.

De pronto, todos son personajes inventados –luchas entre mareas y contramareas– por Pitol. El ángel del orden sigue con él. La irrealidad se insertado y se notan sus costuras. Pitol es eso: el narrador de las costuras que escapan de la claustrofobia. Varsovia es, también para él, el pozo de desorden... ya sin querubines (este relato no fue escrito, paradójicamente, en la capital de Polonia, sino en Xalapa, en 1995).

La memoria escrita es una carta para el futuro. Todo ser humano lleva un misterio que ignora, afirma Pitol. La revelación es un desconcierto perturbador. Entonces, la escritura. Exclama Zweig: "Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que me sumerja en la oscurdidad!".

Pitol es contundente: "La marcha hacia la vejez y, digámoslo, sin rodeos, hacia la muerte, sigue deparándome sorpresas notables, como si todo fuera fabulación, espectáculo en que soy actor y público al mismo tiempo, y en que con bastante frecuencia la escenas se caracterizan por su calidad paródica, como una ilusión escénica risible, pero también ácida"

Leer a Pitol produce la sensación de no salir de un fin continuo... y libre.

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