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La fiesta postelectoral terminó para Rousseff

Después de afianzar su presencia en la presidencia brasileña Dilma Rousseff tendrá que prepararse para enfrentar los retos de la economía nacional, un Congreso dividido, el rencor entre los aliados y el desempleo.

Radiante y cansada, con la voz quebrada, Dilma Rousseff se acercó al micrófono en el auditorio atestado de gente e hizo una pausa. Acababa de obtener la victoria en la elección presidencial brasileña más reñida de la historia, pero nadie podría saber por qué pequeño margen resultó vencedora a juzgar por los gritos de guerra de los militantes.


Estos podrían ser los últimos "olés" que oiga en un tiempo. La economía brasileña está en un pozo, la inflación es del 6.75 por ciento, dos puntos por arriba de la meta. El desempleo es bajo, no por la abundancia de oportunidades sino por una reducción de la mano de obra en tanto los trabajadores desocupados dejan de buscar empleo.


Rousseff tendrá que hacer frente a todo esto además de un Congreso dividido, con partidos que pasaron de 22 a 28; una oposición envalentonada, con Neves a la cabeza, y un creciente escándalo de corrupción en la gigantesca empresa petrolera del país. 

Puede que la elección del domingo haya sido histórica pero, a partir de ahora, todos los días serán lunes en el tribunal federal que lleva el caso.

Sin duda era esto lo que tenía en mente Rousseff cuando, después de diez minutos de fanfarronería partidaria, jugó la carta de la unidad. "No creo que esta elección divida a la nación", dijo, momentos después que su mentor político, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva le levantó le brazo en señal de triunfo, al estilo Rocky.

"Ganar es construir puentes... Estoy dispuesta al diálogo". La magnanimidad es el descargo de responsabilidad de vencedor, pero en su vuelta olímpica de 27 minutos ni una sola vez Rousseff mencionó a Neves o reconoció la votación que partió a Brasil en dos. Lula Inc. no se caracteriza por la cortesía.

Lo que sí caracteriza al Partido de los Trabajadores es el poder, y es allí donde la victoria de Rousseff podría agriarse. No se trata sólo de las divisiones políticas que debe salvar en el Congreso. El peligro acecha en su propio terreno. Rousseff se apoya en una coalición de nueve partidos, donde el apetito de poder e influencia ahora es más marcado.

RENCOR ENTRE LOS ALIADOS

Hasta ahora, el PT gobernante mantenía a raya a los socios minoritarios multiplicando los ministerios, repartiendo cargos de segundo nivel pero reservando los puestos más importantes para la tropa propia.

El PT actualmente controla 15 de los 39 puestos del gabinete, dejando sólo cinco para el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, la agrupación más numerosa de la legislatura. Ese arreglo ha creado rencor entre los aliados y repetidos rumores de amotinamiento.

Brasilia no es la única preocupación de Rousseff. Gracias a los agresivos operadores del PT, la contienda de 2014 dividió a Brasil en dos a lo largo de un meridiano de clases, influencia y cultura entre los estados rojos (a favor de Rousseff) y los estados azules (Neves).

El norte y el noreste son territorio de Rousseff: pobres, menos educados, más rurales y dependientes de la ayuda del gobierno. En el sur se halla el bastión de la oposición, un puñado de estados donde los silos y las chimeneas de las fábricas dominan el paisaje, aportando el 62 por ciento del producto interno bruto de 2.4  billones de dólares.

Esta línea Mason-Dixon tropical tiene poco que ver con la guerra civil ideológica que inició el equipo de campaña de Rousseff. Pero la presidenta debería tomar nota.

Obtuvo una reelección reñida entre votantes fracturados por el descontento con el discurso astuto del cambio a través de la continuidad. Ahora tendrá que convencer de que la austeridad es la cura. Si tropieza, Lula le cubrirá las espaldas, con una mano en el hombro y los ojos en 2018.

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