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Una reforma impopular pero efectiva

Pese al crecimiento reciente de los ingresos tributarios, es fundamental pensar en un esquema fiscal adecuado para enfrentar los retos futuros del país.

El 30 de octubre de 2013, el Senado aprobó la reforma fiscal propuesta por el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Fueron 73 votos a favor por 50 en contra.

Fue el único caso entre las reformas propuestas en los primeros años de la actual administración en el que una alianza entre el PRI y PRD sacó adelante una iniciativa, pese a los votos en contra del PAN.
Dicha reforma elevó las tasas máximas del ISR para las personas físicas, no cambió las tasas para las empresas, creó una serie de impuestos especiales y eliminó la tasa diferenciada del IVA en las fronteras.

Es quizás la reforma más impopular entre las que fueron aprobadas, pues implicó un aumento de la carga fiscal para millones de contribuyentes.

Pero ni las expectativas más optimistas entre quienes diseñaron la reforma esperaban el efecto que ha tenido en este sexenio, lo que la ha convertido en una de las más eficaces.

El cambio fiscal no fue propuesto como un instrumento para hacer crecer más a la economía o para promover la inversión, sino esencialmente para mejorar las finanzas públicas.

Y en ese aspecto, el resultado ha sido espectacular.

Entre 2013, último año previo a la reforma, y 2016, el crecimiento real de los ingresos tributarios del gobierno federal fue de 58.4 por ciento, una tasa promedio anual de 15.3 por ciento.

Nada mal para una economía cuyo crecimiento promedio apenas supera el 2 por ciento.

En los primeros nueve meses de 2017, sin embargo, parece que se ha agotado el efecto de este cambio, pues el ritmo de crecimiento fue de solo 1 por ciento real.

El incremento de los ingresos no petroleros del gobierno en los primeros cuatro años de vigencia de esta reforma, cuando termine 2017, será de alrededor de 60 por ciento en términos reales.

A precios de 2017, esto equivale a 1.6 billones de pesos, lo que corresponde a unos 7.7 puntos del PIB.

Las propuestas más optimistas esperaban un efecto de alrededor de 3 puntos del PIB de recaudación adicional con la reforma fiscal, por lo que la realidad ha más que duplicado esas expectativas.

Para el gobierno mexicano, el resultado no pudo ser más oportuno. Los ingresos petroleros del sector público cayeron en términos reales en pesos, en 46.2 por ciento entre 2014 y 2016. Y en los primeros 9 meses de 2017 lo hicieron en 11 por ciento más.

A precios de este año, esto implica una pérdida de alrededor de 700 mil millones de pesos en los ingresos anuales del aparato público mexicano, cerca de 3 puntos del PIB.

De no haber existido una compensación a esta caída, lo más probable es que la economía mexicana y especialmente las finanzas de los gobiernos, federal y estatales, estuvieran en la lona.

En realidad, el impacto de la reforma fiscal en la recaudación no ha sido solo por el incremento de algunas tasas sino, sobre todo, por las acciones para aumentar la base de contribuyentes.

Antes de la reforma, el número de causantes registrados era de 41 millones de personas físicas y morales. La estadística más reciente sitúa la cifra en 61 millones. Esto significa 20 millones más. Un ritmo de crecimiento anual de casi 10 por ciento.

El gobierno mexicano no presume demasiado los logros fiscales que ha tenido, pues existe la sensación de que el pagar más impuestos no ha derivado en una mejoría en la provisión de los servicios públicos que los gobiernos ofrecen.

Uno de los problemas que tiene el sistema fiscal mexicano es que el gobierno federal es quien trabaja para los estados.

Más del 90 por ciento de los ingresos de las entidades provienen de la federación a través de aportaciones y participaciones.

Tan solo en los primeros 9 meses de 2017, el gobierno federal entregó a las administraciones estatales y municipales el 36 por ciento de todo lo que captó.

La imagen que existe del uso de los recursos por parte de los gobiernos locales es pésima y está ejemplificada por la corrupción que ha llevado a exgobernadores como Javier Duarte, de Veracruz; Roberto Borge, de Quintana Roo; o Guillermo Padrés, de Sonora, a terminar en la cárcel por corrupción.

La imagen de un mal uso de los recursos públicos ha conducido también a que en México no sea mal vista la elusión o incluso la evasión de impuestos.

Un empresario me dijo una vez que su empresa era "estúpidamente cumplida" en materia fiscal, cuestionando la falta de sagacidad de su área fiscal para pagar menos.

Pero además de la planeación fiscal de las empresas y personas que tienen recursos para hacerla, en México nos encontramos con un nivel muy grande de informalidad laboral.

El dato más reciente de la tasa en ese rubro es de 52.2 por ciento de la población ocupada.

Ante esta circunstancia, en los últimos años, el Servicio de Administración Tributaria ha diseñado esquemas que dificultan la evasión y la elusión, haciendo más complicado el sistema fiscal, pero reduciendo las posibles fugas de ingresos en la captación de los mismos que provienen de los contribuyentes.

Con todo y estos avances, hay algunas áreas tributarias en las que México está todavía en pañales.

Por ejemplo, en el caso del cobro de impuestos a la propiedad inmobiliaria, que en otros países es fundamental.

En México, el impuesto predial, que sigue como uno de los principales gravámenes locales, representa solo el 1.6 por ciento del total de la recaudación y apenas el 0.2 por ciento del PIB. Entre los países de la OCDE, el predial se acerca al 6 por ciento de la recaudación total y el 1.8 por ciento del PIB, es decir, un porcentaje nueve veces superior al que prevalece en México.

El problema es que en la mayor parte de los municipios ni siquiera existen registros adecuados de la propiedad raíz, y en otros casos, los valores que los catastros indican se encuentran completamente desactualizados.

Pese al crecimiento de los ingresos tributarios que se obtuvo tras la reforma de 2013, las presiones derivadas de diversas obligaciones financieras en el futuro, especialmente de las pensiones, harán indispensable que los ingresos tributarios crezcan todavía más.

Una de las vías que se puede explorar es la de los gravámenes locales, específicamente el impuesto predial. Pero la otra alternativa es generar una mayor incremento de los ingresos derivados del IVA.

Por razones políticas, la actual administración, así como la pasada de Felipe Calderón, no quisieron proponer una homologación del pago del IVA, que podría haber elevado aún más la recaudación y simplificado la tributación.

Hacia adelante, se ve prácticamente imposible que no se eche mano eventualmente de ese recurso como una de las fuentes de financiamiento de los compromisos de pago futuros en temas como salud y pensiones.

La premisa para dar viabilidad a esa nueva reforma fiscal es que haya un gran avance en los procesos de transparencia y rendición de cuentas del gasto público, tanto a escala federal como en los gobiernos locales.

La mala imagen que existe elevaría el costo político de una propuesta de reforma. Si antes se convence a los causantes de que los recursos adicionales que entregarán al fisco van a ser usados correctamente, se podría amortiguar ese costo y hacer más viable dicha reforma.

En cualquier caso, así como pasó con la de 2013, es probable que una futura reforma fiscal vuelva a ser impopular, pero también absolutamente indispensable para dar viabilidad de largo plazo a las finanzas del país.

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