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¡Viva Juan Gabriel, viva Cristo Rey! (sí, es real)

La Ciudad de México despide como a nadie a Juan Gabriel; cientos de miles pasan ante sus cenizas. Una tarde del pueblo y para el pueblo. De llanto, pero también de júbilo.

¡Viva Juan Gabriel, viva Cristo Rey!, gritaba desconsolada doña Julia bajo la lluviosa tarde de septiembre que despidió al artista en el Palacio de Bellas Artes. Una tarde del pueblo y para el pueblo. De llanto, pero también de júbilo. Porque el hombre que no nació para ser amado acabó en ídolo, quizás el más grande desde la muerte de José Alfredo Jiménez.

Lo que nació el 5 de septiembre de 2016 fue una suerte de nacionalismo. Era Juanga y no el águila lo que ondeaba en la bandera nacional, sostenida por José Pablo, un exabogado que imita al cantante desde que se quedó sin trabajo en los años 80. Porque el rostro del Divo ayer fue más importante que El Grito, que Peña Nieto, que las banderitas y los rehiletes tricolores, que ni se vendían porque ahí estaban el DVD a 30 pesos, las rosas a 10, los pósters a 20. "¡Llévelo llévelo, que se acaban!", gritaba el niño merolico con su uniforme de secundaria técnica.

Pero la verdad es que nunca se terminaron. Ni los discos ni los ánimos. Las filas para ver la carroza que transportaba las cenizas rodeaban la Alameda Central. Los organilleros tocaban Amor Eterno y sus sombreros, antes vacíos, lucían repletos. Porque México sabe querer a sus ídolos. Amarlos. Pero sobre todo perdonarlos. Como Rosalinda, de 60 años, a quien poco le importó su artritis para hincarse y pedir al Santo Reino por Juan Gabriel. ¿Acaso también Dios recibe a los homosexuales? Sí, responde la mujer, porque sufrió mucho en vida.

Hay escenas extrañas, casi surrealistas. Como la que protagoniza Santos García, albañil de 41 años que llora mientras escucha a Fernando de la Mora cantar Amor Eterno. "Lo voy a extrañar", dice antes de secarse las lágrimas con sus manos callosas de cemento. O la de Gerardo Hernández, metalero, playera de Iron Maiden, pero póster de Juanga. O la de Juanito. Sí, aquel excéntrico ex delegado de Iztapalapa. "Yo soy un ídolo popular, igual que Juan Gabriel, no como todos los corruptos del gobierno", se ufana mientras se toma fotos con la gente.

Y es que muchos no vieron con buenos ojos el fuerte dispositivo de seguridad, de más de mil policías, que prácticamente impidió a los asistentes presenciar el homenaje que se ofreció en vivo, en el interior del Palacio. Tuvieron que hacerlo a través de las 12 pantallas que se instalaron en los alrededores. Ni siquiera pudieron ingresar a la explanada del Palacio, que fue reservada para los artistas y la prensa.
"No se vale, nosotros somos sus verdaderos admiradores", se quejó Alfredo, ingeniero del IPN, quien pidió el día en su trabajo para despedir a quien ayer paralizó a la capital pese a la incomodidad del lunes.

Hasta los policías disfrutan el homenaje. Enrique, sargento, desearía que así fueran todos sus operativos. Bromea con el público y se suma a los coros. Aquí no hay consignas ni violencia. Pura música, puro baile, pura dulce patria llamada Juan Gabriel.

En las cantinas de Madero, Gante, Regina, Mesones, y en la Plaza de Garibaldi todo era jolgorio; trajeados que ya no regresaron a su empleo, estudiantes enfiestados, cantineros listos para una noche eterna de rocolas cargadas con 50, 100 y hasta 200 pesos de canciones de Alberto Aguilera Valadez, el hombre que hace 40 años llegó a la Ciudad de México en busca de un nombre, aunque al final, hoy lo sabe México, consiguió mucho más que eso.

Al caer la noche, miles de mexicanos seguían festejando al pie de Bellas Artes. Algunos con hambre, otros con frío, temerosos de la lluvia preotoñal que anuncia la llegada de su ídolo al cielo, mientras en la Tierra un pueblo llamado México canta con dolor, alegría e ingenio: "Parece que va a llover, el cielo se está nublando, parece que va a llover, Juan Gabriel está cantando".

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