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Sergio Ramírez vive un milagro

El Premio Cervantes, el máximo galardón para las letras en español, distingue al escritor, el primer centroamericano en ganarlo.

Cuenta que entonces tenía 20 años. Financió su primer libro, Cuentos, de su bolsillo. Una edición de 500 ejemplares. Subraya que fue un hermoso objeto artesanal, fabricado por tipógrafos que bien pudieron ser personajes de Balzac. La imprenta fue de su amigo, el escritor Mario Cajina Vella, instalada, entonces, en la calle Triunfo de la capital de Nicaragua, Managua. Cuenta que su novia Tulita, hoy su mujer, salió a venderlo de puerta en puerta por las calles de León, a donde fue mandado por su padre para estudiar jurisprudencia. Tuvo terror, el mismo o parecido al que sintió cuando -cuenta que tenía 14- publicó su primer texto en un periódico de Mesatepe.

Otra parte de la edición -sigue contando- la dejó consignada en una librería de Managua, que se derrumbó en el terremoto que casi acabó con la ciudad en 1972. Dejó 10 ejemplares y cuando volvió, preguntó a la dueña: "¿Cuántos tiene?". "Once, respondió ella". Los amigos, desde luego, no estaban dispuestos a pagar por el ejemplar de alguien tan cercano. Por eso la broma: "Firmámelo, para que no digan que lo compré". Sergio Ramírez cuenta que le narró en alguna ocasión la ocurrencia a Gabriel García Márquez, sin que éste pareciera ponerle mucha atención. Cuando Gabo le dedicó El amor en los tiempos del cólera, cuenta que escribió: "A Sergio, para que no digan que compró este libro, con el abrazo de siempre. 1987".

Ahora, a los 75 años, Ramírez es el ganador del Premio Cervantes, el máximo galardón para las letras en español. El primer centroamericano en hacerlo: digno diploma para alguien que se la ha pasado contando que lo "que uno no compone, lo inventa". Cuando pasó lo del primer texto del periódico -a los 14- descubrió que una de las reglas de la escritura es convencer a quien lee que lo letrado es ajeno a la invención.

El primer Espresso Doble de El Financiero Bloomberg comienza, tradicionalmente, a las 15:45 horas. Ramírez ha quedado en responder la llamada del equipo de producción a esa hora. Suceden cuatro minutos de aire. Nada. Quien respondió dijo que lo llamaría. Nada. Nada. Nada. De pronto: listo el enlace hasta Nicaragua. Ramírez da las gracias por la felicitación. Ríe cuando se le pide que firme un libro para que digan que no ha sido comprado. Está feliz. En gracia, repite lo que dijo a El País, de Madrid. Es abogado, es político y ex funcionario público. Es, antes que eso, latinoamericano químicamente puro. Es nicaragüense, por tanto, Rubén Darío, ese universo. Algo percute: "Esta es una región que tiene una identidad cultural con distintos valores y a mí me satisface mucho que la literatura centroamericana se vea recompensada y reconocida a través de este premio", dice Ramírez desde lejos.

-¿Qué tanto lo alimentó la vida política en su carrera literaria?
-Dicen que lo vivido y lo bailado... Yo le entré a la Revolución y fue una aventura espiritual. La viví con toda intensidad. La viví a fondo. Lo que me traje de ese pasado, fue la nostalgia de la experiencia. La verdad es que experimenté una vida distinta, que nunca me hubiera gustado haberme perdido. La Revolución se incorporó a lo que soy. Yo no seria lo que soy sin la revolución.

En televisión los minutos son horas. Sergio Ramíez es paciente; es novelista. Hay temas pendientes.

-Platique de aquella experiencia con Cortázar, Solentiname, ese rasgo de izquierda centroamericana...
-Cortázar vino por primera vez a Centroamérica en 1976, invitado por el Colegio de Costa Rica a dar una serie de conferencias. Ernesto Cardenal y yo lo invitamos para que viniera a Nicaragua, específicamente a la frontera con Costa Rica, donde estaba el archipiélago de Solentiname y donde Ernesto tenía su comunidad religiosa. Hicimos un viaje semiclandestino porque atravesamos la frontera a través de la finca (inaudible) y pasamos ahí con Ernesto en la comunidad. Hicimos una misa. Comentamos el Evangelio. Julio comentó el Evangelio de ese día: una cosa muy curiosa y muy hermosa.

-El humor ha jugado un papel clave en sus textos. ¿Qué tan importante es el humor ahora en estas crisis políticas que se están viviendo en América Latina?

-El humor nunca puede faltar porque nos ayuda a nosotros a tomar distancia de los hechos. El humor le quita melodramatismo a la situación; hace que uno contemple el acontecimiento desde una distancia apropiada. Yo aprendí del humor con mis tíos en Masatepe. Se reunían en la tienda de mis padres a conversar antes de ir a sus funciones religiosas. Y ahí se hablaba de todo...".

-¿Y de beisbol?
-Claro, de beisbol, de infidelidades conyugales, de todo lo que se te pueda ocurrir. Siempre se estaban riendo. La primera lección que yo tuve fue que ellos empezaban por reírse de ellos mismos y ahí me di cuenta que no hay humor si no aprendemos a reírnos de nosotros mismos.

-¿Siente de su lado todo el ambiente centroamericano?
-Sí, claro. Chiapas sigue siendo de Centroamérica por sus rasgos culturales. Somos una nación, una gran nación. Esa es la verdad.
Juan Aburto, a quien conoció en Managua, cuando Ramírez dirigía Ventana, lo cambió para siempre: le convidó lo único que vale la pena compartir: su biblioteca. Es decir: a Poe, a Maupassant. Pero sobre todo a dos: a Chéjov y a O'Henry, de quienes aprendió la ironía el humor sosegado y el mecanismo perfecto de la relojería. Sergio Ramírez está otra vez en epifanía: me encuentro con un milagro, cuenta.

Yo le entré a la Revolución y fue una aventura espiritual. La viví con toda intensidad. La viví a fondo

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