"A mí me mueve más que la religiosidad, la espiritualidad y la fe", asegura el padre Alejandro Solalinde sobre su labor en las casas de migrantes que fundó en 2008 en Ixtepec, Oaxaca.
Su trato con los desplazados es el centro del libro Los migrantes del sur (Lince, 2018), que escribió con la periodista y antropóloga Ana Luz Minera. Ambos trabajaron un año y medio en esta entrega, que cuenta la biografía del sacerdote que en su juventud fue expulsado del noviciado e impedido para continuar sus estudios de Filosofía y Teología en el Seminario Mayor Carmelita, y finalmente entró en el Seminario Regional de Tlalnepantla, de donde se retiró después de tres años de estudio, para ingresar al Instituto de Sacerdotes Operarios Diocesanos.
Solalinde escribe en el libro que no hay autoridad de ningún tipo que esté por encima de su conciencia y sobre esta idea reflexiona en entrevista: "Con tanta corrupción, impunidad, con este desastre de gobierno que tenemos, también las autoridades de la Iglesia, como humanas, fallan. No están muy ciertas y firmes en el camino de Jesucristo, que es mi referente. Pero no el Jesús oficial, sino el que yo veo en los evangelios, ese joven de Nazareth. Si una autoridad civil no va de acuerdo a las enseñanzas de Jesús, de los valores de justicia que nos enseñó, no tengo por qué seguirla. Si una autoridad dentro de la Iglesia católica no está viviendo dentro de las enseñanzas de Jesús en el reino de Dios, tampoco tengo por qué obedecerla".
Los peligros que amenazan a los migrantes van de las autoridades mexicanas a la delincuencia centroamericana o el narcotráfico fronterizo. No existe una garantía de sus derechos humanos ni de este lado, ni en Estados Unidos, y, sin embargo, el sacerdote ve en la migración la esperanza de un nuevo orden mundial.
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Aunque el enemigo, asegura, está en el Norte. "El Norte geopolítico es el capitalismo. No quiere decir que el Sur no sea capitalista, pero todavía se conservan valores defendibles. Los migrantes dicen no al individualismo y sí al sentido comunitario; no al genocidio, porque somos personas; no al ecocidio, porque el mundo tiene un solo dueño, que es Dios. Tienen solidaridad humana, sentido de familia y también algo muy hermoso: la espiritualidad del camino. Recorren un trayecto de convivencia de culturas, religiones, géneros. A mí me llama la atención cómo los migrantes pueden viajar todos juntos siendo tan distintos".
Con todo, reconoce no saber qué detendrá la deshumanización. "Si no tuviera fe en la humanidad, no tendría nada qué hacer; creo en esa humanidad de barro, inconsistente, egoísta, pero que tiene grandes posibilidades. Las espiritualidades del mundo se tienen que comprometer a educar en un nuevo humanismo, que sea claramente antisistémico. La iglesia católica tiene una gran responsabilidad de educar en la fe, no adoctrinar; e inculcar con su propio testimonio la congruencia de vivir ese reino de Dios", concluye el sacerdote.