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Maria Callas y el frío recibimiento que México le dio

"Tienen que acostumbrarse a mi voz" dijo la diva de la ópera en la visita que hizo a México en 1952, la cual comenzó con el pie izquierdo.

Era lunes por la mañana cuando Carlos Díaz Du-Pond, pilar de las bambalinas operísticas de México, recibió una llamada urgente del director de la Ópera Nacional A.C., Antonio Caraza Campos.

"Nos comieron el mandado. Ya llegaron las divas y están en el Hotel Prince. Venga usted por los contratos para que los aprueben y se las lleva usted a Bellas Artes para el primer ensayo a piano con el maestro Picco", ordenó el empresario que por años trajo a la ciudad a las más grandes figuras del mundo.

Díaz Du-Pond tenía la consigna de recoger en el aeropuerto a dos figuras: Maria Callas, cuya carrera estaba en ascenso, y Giulietta Simionato, la gran mezzo del momento. Se trataba de darles la bienvenida y acompañarlas a su hospedaje.

"Pero por ciertas intrigas se cambió el vuelo en el que venían y llegaron el domingo por la noche", explica el fallecido director de escena en su libro Cincuenta Años de Ópera en México.

La primera visita de La Callas al país empezaba con el pie izquierdo.
Ambas artistas iban a cantar Norma, de Bellini, y Aida, de Verdi. María no era entonces la estilizada Divina que conquistaría miradas. No todavía.


"Cuando vi a La Callas en el hotel, me quedé frío", escribe Díaz Du-Pond. "Era una mujer alta, gruesa, con unos anteojos de fondo de botella".

Tenía 26 años y, recuerda el tenor Rafael Sevilla -quien asistió al debut y fue comparsa en algunas de las funciones de María en México- rondaba los 100 kilos. "Su cara, muy bonita, contrastaba con su cuerpo. Era seria, calmada, estudiosa".

Y conocía el valor de su instrumento. En su relato de aquella visita, Díaz Du-Pond cuenta que don Antonio -como le llamaba-, al escuchar por primera vez en vivo aquel portento vocal durante el ensayo, sacó una partitura de I puritani -la ópera de Bellini con la que acababa de tener en La Fenice de Venecia el éxito rotundo que le ganó el nombre de La voz de Italia- y le dijo muy bajito: "Diga usted a La Callas que si nos puede cantar una de las romanzas con el mi bemol". Uno de los poderosos agudos que tanto le sirvieron para la publicidad de aquella Norma. 

Cuando vi a La Callas en el hotel, me quedé frío. Era una mujer alta, gruesa, con unos lentes de fondo de botella


"Dígale a don Antonio que si quiere escuchar el mi bemol, me firme un contrato, que esta ópera tiene seis mi bemoles", zanjó ella.

El 23 de mayo, fecha del debut, fue martes. El público del martes era -usualmente- el menos complaciente. Y se lo dejó ver a La Callas, recuerda Rafael Sevilla. "El teatro estaba lleno. Había mucha expectación, pero su primer acto no gustó del todo".

Cuando María regresó al camerino, le dijo a Díaz Du-Pond: "No me sorprende la fría recepción que he tenido. La gente se tiene que acostumbrar a mi voz". Tenía razón. Abría un territorio.

No era la primera vez que experimentaba el escepticismo del público. Cuando sustituyó de emergencia a Renata Tebaldi en la Scala, en la Aida que significó su debut en el escenario milanés el año anterior –poco después del exitazo en La Fenice-, tampoco obtuvo una respuesta cálida. Pero en Bellas Artes, cuando encajó el re bemol en el segundo acto de Norma, el teatro se le rindió. "Hubo un gran aplauso. La gente gritaba", recuerda Rafael Sevilla.

Sucedía que, si bien Callas poseía un rango vocal que abarcaba desde los graves de una de mezzo a los sobregudos de una ligero, con la fuerza, el cuerpo y el volumen de una soprano lírico, pero con la agilidad de una coloratura -lo que hacía de sus notas altas todo un acontecimiento-, su voz tenía un tinte metálico que desconcertaba.

"De los comentarios que escuché, se quejaban de que su timbre no era muy agradable, pero su personalidad era tan grande que terminaba por gustar", comenta el tenor.

"Vino una segunda función de Norma, con más éxito, y luego Aida. Recuerdo que me fue muy difícil verla desde detrás del escenario porque todo el mundo quería estar ahí".


... Y LOS TENORES SINTIERON CELOS
Tanto gustó, que al año siguiente regresó a cantar Aida, nuevamente, y La Traviata, con Mario del Monaco.

En esa visita -cada año más grande que el anterior- mostró, sin querer, cómo el monstruo escénico no solo provocaba admiración, sino también los celos de sus coestelares, los más grandes tenores del mundo.

"En la segunda función de Aida -recuerda Rafael Sevilla- ella dio un mi bemol sobreagudo, que no está escrito, y Del Monaco salió todo enojado del escenario porque ella se lució; ella corrió tras de él: '¡Mario, Mario!' -yo estaba ahí junto a ellos porque era comparsa-, pero él se metió a su camerino muy molesto".

Aquel desplante no fue el único que soportó. Callas hizo una tercera y última visita a México -a sus escenarios- en la que asomó de nuevo el divismo de su coestelar, y también la debilidad que habitó siempre en ella.

Cinco títulos cantó esa temporada de 1952, que abrió con su celebrada Elvira, de I Puritani. Todos los compartió con el ya enorme Giuseppe Di Stefano, quien comenzaba a hacer con ella pareja escénica. Cuando la diva entró al segundo cuadro del primer acto, en la sala sonaron aplausos que algunos asistentes intentaron acallar con un siseo. "Esto provocó en María una reacción de lágrimas", narra Díaz Du-Pond. "Estaba desolada en el camerino, pensando que la habían siseado a ella".

En la segunda función de 'Aida' ella dio un mi bemol sobreagudo, que no está escrito, y Del Monaco salió todo enojado del escenario porque ella se lució; ella corrió tras de él: ‘¡Mario, Mario!’, pero él se metió a su camerino muy molesto”.


Le siguió una famosa Traviata y su apoteósica Lucia di Lammermoor, en la que, de acuerdo con lo que se narra en el libro 70 años de Ópera en Bellas Artes, de José Octavio Sosa, su aria de la locura le mereció una ovación de 20 minutos y 16 salidas.

Ah, pero el malfario de Rigoletto no podía dejar de ejercer su influjo: la producción intercalaba fechas con Lucia, sin que hubiera tiempo para ensayar. La crítica desestimó su interpretación de Gilda, y Callas juró jamás volver a cantarla. Lo cumplió.

Tosca tampoco terminó tan bien. Al final de la segunda y última función de la pareja, la orquesta entonó Las Golondrinas para despedirla, y como el público comenzara a gritar: "¡María!, ¡Regresa!", Di Stefano le besó la mano y le dejó el escenario a ella. Cuando terminó la pieza, la soprano entró a camerinos para volver a salir con él, pero Pipo, siempre divo, ya no estaba.

"Me lo encontré hecho una furia y, totalmente desvestido, me gritó una serie de improperios en contra de María y de la empresa, que nunca volvería a cantar con ella", dice el director escénico en sus memorias.
La historia dejó claro que la furia del Mediterráneo pasó pronto. Callas y Di Stefano, como se sabe, hicieron la mancuerna operística más grande de todos los tiempos. Y la más querida.

Así lo demostró la última visita de Callas a México, en 1973 –antes, en 1968, visitó Acapulco, buscando distraer su depresión tras la ruptura con Aristóteles Onassis-. El Club Di Stefano, ubicado en la calle de Río Pánuco, en la Cuauhtémoc, volvió a reunir en la Ciudad de México a la pareja, que se había enfrascado en una gira de la nostalgia. "No cantaron. Hubo una reunión casi íntima a la que asistimos gente de la ópera. Recordaron sus tiempos en México y, por supuesto, su pleito en Tosca", comparte Rafael Sevilla.

Después del 52, Callas no volvió a cantar en el país. "Resultaba tan cara -comenta el tenor- que no había manera de pagarle.

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