After Office

La sombra del caudillo


 
 
Mauricio Mejía

Si hubiera goles, ustedes no estarían aquí; al menos, no así. El técnico nacional, Víctor Manuel Vucetich, parece repetir, ya no como tragedia, acaso sí como farsa, las célebres palabras justo a la víspera de la batalla de Santa Úrsula, en la que el parque parece escaso e inofensivo.

México es un país de caudillos, esos jugadores por los que debe pasar la pelota en el juego de la historia, a veces delanteros, a veces líberos, a veces contenciones de despiadadas espinillas; casi siempre longevos. Cuando el partido apremia, cuando no hay salida al laberinto, al esquema, es hora de abrir el armario del pasado y traer a la cancha del presente al líder que salvó a la Patria de la cuaresma opaca.
 
Ante la ausencia de arietes, Vucetich, con el marcaje en la espalda, recurre al símbolo para defender una plaza que ha sido hospital y puede ser tumba. Algo sabe el técnico nacional de baluartes y emblemas. Recuerda a Rafael Márquez, acaso el mejor futbolista de todos los tiempos mexicanos, para, como con el Cid, vencer al enemigo con la memoria de su gloriosa percha, aún viva y sin muletas. No convoca; evoca. No a un central histórico, a un pasador exquisito o a un atinado marcador de avances; sí a una estatua, a la que ha quitado polvo y ha convertido en aliento para un equipo damnificado de espíritu, de gallardía y de aplomo.
 
Márquez, ante Panamá, es clarín, es bandera y es paladín de una selección al borde del abismo. Sus méritos en el césped son más relevantes en el ánimo colectivo que en el planteamiento táctico. El gran valor que tienen los caudillos en los equipos nacionales no es, en absoluto, su enorme capacidad para resolver el galimatías del destino de la pelota. Un caudillo es lo imposible convertido en realidad. Allí radica su carga moral. El caudillo es el artista de lo posible.
 
Márquez, causa y saludo del futbol más bello en el Barcelona, juega hoy el melodramático papel del hombre que vuelve del olvido para construir la memoria del mañana. Ya lo fueron Hugo Sánchez con Mejía Barón; Manuel Lapuente, rumbo a Francia, cuando Bora Milutinovic se estrelló en la esquina de la sospecha y el miedo, y Cuauhtémoc Blanco con Javier Aguirre en aquella clasificación entre sombras y penurias de 2002.
 
En México, la vida de los futbolistas es paquidérmica. Tal vez por buen gusto, tal vez por recomendación médica, Vucetich no pensó en Gustavo El Halcón Peña para completar el once que esta noche mata o muere. De ser posible, el míster hubiera llamado a Hugo, a Alfredo Tena o a Ramón Ramírez. Pero el tiempo es un decoro que no acepta desplantes ni caprichos.
 
Márquez llega al Azteca como caudillo, como guía y llave de un precario ejército que recordará, gracias a él, cómo se sale del laberinto de la soledad, aunque no sepa todavía cómo entrar en aquella lejana desolación a la que otros llaman Nueva Zelanda, acaso isla y ruina.

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