After Office

La guarida (Segunda parte)

Con autorización del sello TusQuets, aquí se reproduce un fragmento de la novela más reciente del escritor rumano Norman Manea, Premio FIL en Lenguas Romances 2016. 

Los viejos árboles, el incierto cielo de la primavera: el doctor Koch está allí. La estrecha sala de espera, los diplomas alineados en las paredes del consultorio: el doctor entre ellos. El parque, el trío de titiriteros negros con las marionetas en pleno bombardeo musical. El doctor entre ellos. El parquecito infantil, la piscina. Veredas, a un lado y a otro. Transeúntes de todas las edades y razas. El doctor Koch clonado en decenas de sosias apresurados.
El caleidoscopio de la ciudadela: el pequeño doctor Koch en medio.
Las tenazas oprimen la frente y las sienes. Dos calmantes viejos de la vieja Gomorra y una aspirina fresca, perfecta, de la Babilonia fresca y perfecta. Una noche tras otra, fundidas en una sola.
Peter Gaspar, arrojado a la orilla de una nueva mañana. Delante del espejo. El enano Koch repetía la sentencia:
—¿Se ha mirado usted al espejo? ¡Elefante! Un elefante. La báscula no miente. Un elefante.

En breve el elefante está sentado en un banco, en el parque cercano. Sale del parque, mira el reloj. La mirada en lo más alto, en el cielo. El presente, la divisa de su nueva vida: el PRESENTE. Y nada más. Lo desconocido tiende una mano pequeña y blanca.
—Un anuncio en la tele. Pagan bien. El ajedrecista concentrado en la partida alargará, extenuado, la mano hacia el vaso de Coca-Cola.
La esquina de Broadway con la Calle 63. Un paso a la izquierda, otro más. ¡Taxi! El Lada amarillo frena al borde de la acera.
Encima del tablero de mandos, la fotografía y el nombre del taxista. Acento ruso. Voz ronca, de fumador. Rostro ancho, suave, ojos pequeños, dientes grandes, frente arrugada. Leova conduce lenta y relajadamente. Delante de la estación para el motor y, al mismo tiempo, el taxímetro.
—Ocho dólares.
El cliente balbucea, no balbucea.
—¡Dos dólares! Más no tengo, dos dólares. La tarjeta de crédito está en la cartera olvidada en la biblioteca. La cafetería de la biblioteca. O, quizá, donde el doctor Koch. Perdóname. Tengo un abono de metro nuevo, de veinte dólares. Te lo doy. Lo he comprado hoy.
—¡Coge el abono de metro y lárgate! ¡Lárgate, lár-ga-te! —grita Leova, maldiciendo en ruso o en ucraniano.
El loco no se mueve.
—Dame la dirección.
—¿Qué dirección?
—Tu dirección. Tu número de teléfono. Tu cuenta bancaria.
—¿Y la dirección de correo electrónico no la quieres? Sin correo electrónico no funciona nada en este mundo.
—Cualquier cosa, con tal de poder encontrarte y mandarte el dinero. La deuda.
Leova mira al despistado a los ojos, como los oculistas que escrutan la retina de los chiflados. Coge el talonario que tiene a la derecha del volante, arranca una hoja y se la extiende.
—Vale. Espero que no me hagas una visita.
—No te preocupes: no hay ningún peligro...
El hervidero. El bullicio, el jaleo. El viajero descubre, al cabo de un rato, el panel informativo, el andén número nueve, el tren.
El PRESENTE, nada más. La Ciudad de la Luna. No está mal, podría ser peor, piensa el cliente. El ruso, o sea, el ucraniano, es decir, el soviético, ha sido buena gente. Un día como debe ser, ésta es la conclusión, doctor.
El río discurre, sereno, a la izquierda del tren. Uno nunca se baña dos veces en el agua primordial que no envejece y que nunca es la misma. Horizonte fluido, sueño fluido, terapéutico.
El taxista lo golpea delicadamente en el hombro. El despistado recoge rápidamente la bolsa y el abrigo.
Helo aquí: ha bajado, aturdido, en la estación de tren, mirando el río ancho y sereno que tiene ante sí. El andén desierto, las montañas en el horizonte, el río a un paso.
Una tarde fría, serena. El principio del mundo. El fin del mundo. Entre ellos, una breve tregua. El cronómetro devora los segundos del calendario.
El día no ha cedido a las aguas negras, la noche aún no ha caído. Exhausto, Peter cambia el viejo sofá por el viejo sillón.
Se levanta, enredado en sus piernas largas y viejas. Un paso pequeño y uno grande, y luego otro pequeño. El túmulo del lecho.
Medianoche. Los murmullos del bosque. El agua nocturna alrededor de la cabaña. Susurros, balbuceos. El cuerpo entumecido, la mente encenagada. El cuerpo, nuestra casa, subraya el pequeño Avicena.
El día no había empezado delante de la librería Barnes & Noble donde había hecho su aparición el señor Curtis, el productor de televisión, ni en el consultorio del doctor Koch, sino en la cabaña del bosque, en la tumba de un lecho de lo más indulgente.
Uno se despierta molusco, topo, cucaracha. Como ayer por la mañana y como anteayer. Sin ninguna prisa por librarse de la losa de la noche.
Te acuerdas de los dolores en el pecho de la noche anterior.
Las tenazas te oprimían la frente y las sienes. ¿La muerte? No es la paz eterna, sino una pesadilla obstinada y recurrente.
Era tarde, ya no podía llamar por teléfono al médico. Los médicos son gente aburrida, para demostrarles que uno está a punto de morirse tiene que morirse en el acto, transmitiéndoles el último gemido, y nada más. Se había tragado dos viejos calmantes de la vieja Gomorra y una aspirina fresca, perfecta, de la Babilonia fresca y perfecta. Tienes que acostumbrarte a ti mismo, errante. Noche tras noche, unidas en una sola. Desidia, la dilatación de los miembros y el envoltorio disforme. Ansiedad, adormecimiento, repentinos despertares.
No, no había muerto. Vivo, ahí estaba, arrojado a la orilla de una nueva mañana por la alarma del teléfono. Retuerce su cuerpo de paquidermo de un lado a otro, la cama chirría, al final se levanta. Delante del espejo: ¡elefante! Ni topo ni cucaracha, sino elefante, en absoluto preparado para las pequeñas volteretas cotidianas.
Se incorpora sobre sus pesadas piernas, suspira. Un bufón ante el espejo. El teléfono. Suena el teléfono. La voz de la pequeña Dora, la española grácil de voz grave.
—El doctor acaba de llegar hace diez minutos. Ha recibido su mensaje, le espera. El doctor Koch le espera. Hoy a la una.
—¿Puedo hablar con Lu?
Dora se inquieta.
—No, Lu no está y tengo prisa, ha pasado mi hermana a verme.
De acuerdo, le esperamos. Hoy viernes, a la una.
Flojedad en las piernas, barriga colgando, hinchada como un saco.
¡No debería haber llamado a Koch! No tiene ganas de reprimendas.
«Estás en el país de los extranjeros, donde nadie es extranjero. La infelicidad no es el domicilio de los elegidos, ¡que lo sepas! ¡Si no me crees, vuelve a tu podrida Dinamarca, y te harán la necrológica en tu lengua materna!»
¡Menudo enano arrogante, el tipejo ese de Koch! Hecho para dar clases, no para atender a pacientes.
El paciente acude al consultorio de retórica por Lu. El misterio ha dejado de ser un misterio: la empleada del doctor se ausenta en cada una de las ocasiones. Desde que adivinaron su estrategia, el paquidermo ya no es recibido como un invitado de gala e introducido inmediatamente en el consultorio, como sucedía antaño. Ahora le toca esperar, obediente, su turno. ¡Casi mejor! En media hora puede acontecer, de repente, el milagro. ¿Y si Lu, con las prisas por desaparecer, se ha olvidado el bolso? Quizá todavía no se ha ido y vuelve a aparecer, imprudente, ante su perseguidor.
La puerta se abre, Koch le hace, aburrido, una seña.
El paciente lo sigue hasta el consultorio. Aturdido, se derrumba en el sillón de Avicena. Koch no tarda en mandarlo, con el índice, a su sitio.
—A la báscula.
La báscula no es nada amistosa. Ahora vendrán las reprimendas, las ofensas terapéuticas.
Sin embargo, Koch no parece tener ya ganas de ningún numerito.
Mira largamente, de arriba abajo, al paciente, dirigiendo el índice pequeño y pecoso hacia la aguja roja de la báscula, luego hacia el paciente y luego otra vez hacia la báscula.
—¡Elefante! Eres un elefante. La báscula no miente. ¡Un elefante!
Poco después el elefante está sentado en un banco del parque cercano. Contempla melancólico a los transeúntes, la impaciencia que antecede al descanso.
Sale del parque, consulta su reloj. Mirada hacia lo alto, al cielo.
«¡El presente! El PRESENTE», el viandante repite la divisa de su nueva vida y entra en la librería Barnes & Noble, en la esquina de Broadway con la Calle 66.
—¿Tienen, por casualidad, postales de elefantes?
El joven que hay detrás del ordenador lo mira larga y atentamente.
—No creo. No he visto por aquí, creo que no.
—¿Cómo es posible? Es el emblema político del presidente.
¿Es que todos los libreros son del
partido rival?
El joven se vuelve más hablador.
—Tampoco tenemos el burro demócrata... No creo que tengamos postales de elefantes ni de burros. Pero puede usted buscar. Aquí, en la planta baja, a la izquierda, hay álbumes, reproducciones de arte, fotografías. A la izquierda, doblando la esquina.
Peter escruta escrupulosamente los paneles, los álbumes, las pilas de postales y... encuentra mucho más de lo que esperaba. El cielo rojo, dos elefantes avanzando en el aire, uno hacia el otro, con enormes cargas en sus espinazos. Piernas largas, largas y delgadas, del cielo a la tierra. Dalí.
Sale de la librería con la postal en la mano, levanta la mirada hacia el cielo y... se ve a sí mismo, estupefacto, ante el desconocido que le tiende una mano pequeña y blanca.
James Curtis.


El día se ha apagado. Peter llena un vaso de agua, luego otro. No enciende la luz, los faros del aparcamiento de al lado le bastan y le sobran. Se deja caer en el sillón, se cambia al sofá, se despierta del todo. En la mesa, la pila de cartas que lleva ahí una o dos semanas. Sobres, anuncios, revistas, periódicos, postales. Correo basura. Con la palma de la mano empuja el montón hasta el borde de la mesa. El presente se torna pasado: la mañana de ayer, el buzón 1079, el taxi rumbo a la estación, el río, el tren, el hacinamiento en Penn Station, la biblioteca, el consultorio de Koch donde se esconde Lu, el médico, la rutina de la humillación. El cielo Dalí, los elefantes Dalí. El productor Curtis. Leova, el misericordioso oriundo de la Odessa de Babel.
Se levanta, se dirige hacia el perchero, en el bolsillo del abrigo encuentra la tarjeta de visita con el nombre dorado de James Curtis y la tira sobre la pila de cartas. La prueba del día que ha existido, que no ha existido.
La estación, el tren, el agua primordial, la pequeña estación terminal, otro taxi. Esta vez no es Leova Boltanski, sino Gorra Roja, Jerry. El crujido en el hombro izquierdo, el silbido enfermizo. Las palabras apenas se abren paso. ¡Nueve dólares y cincuenta centavos! «Si no tienes dinero, cállate hasta que lleguemos», esto es lo único que ha aprendido el despistado de Peter Gaspar. Le pides al taxista que espere y en un minuto vuelves con el dinero. Un minuto, dos, lo que tardas en buscar el dinero en los bolsillos de los pantalones y de los abrigos y de las camisas en los que dejas olvidado el dinero blanco para los días negros. Al final juntas catorce dólares, el taxista merece doce.

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