After Office

Julio Cortázar desde la óptica de Villoro

“A diferencia de otros autores, Cortázar quiso compartir gustos muy personales para crear una especie de cofradía con los lectores, como si se dirigiera a un grupo muy preciso de amigos", sostiene el escritor Juan Villoro en entrevista con EL FINANCIERO.

París, pero no París, con ese tinte esnob que llena la boca de menta, acaso sólo el seguimiento de líneas dibujadas sobre las calles de París, desde el metro hasta el, digamos, postrero domicilio de una imagen, Pulgarcito que busca el camino para llegar a ningún lado que, sin embargo es todos los lados, jugar a encontrarlo entre pasillos silenciosos de ese mediodía, coordenadas de un sitio que debiera saltar como salmón en medio de este río de silencios en el que, salvo el sol, todo se oye.

Tumba kindergarden, boletos de metro de viajes sin vuelta entre los bolsillos, cajetillas de cigarros compartidos, humos casi de gracias por tantos días bajo esa lluvia que no termina nunca, mensajitos de antes de los 140 caracteres, te queremos tanto, gracias por todo lo que nos has dado, flores para Julio.

Preguntarle a Villoro por él a la hora de la víspera del aniversario, la efeméride, esa hoja del calendario que recuerda lo que no se ha ido, porque las ausencias definitivas ya no obedecen al calendario ni al corazón, empedernida fuerza que no olvida, porque después de todo, Juan, Cortázar fue un escritor entrañable, como pocos, esos que se llevan pegados en el alma hasta el último día, como el suyo hace ya treinta años, tantos y tan rápidos, Villoro que contesta desde Trento, lejana forma de una plática sin adverbios de tiempo y ni de distancia...

"A diferencia de otros autores, Cortázar quiso compartir gustos muy personales (el tabaco oscuro, el whisky, el jazz, las muchachas con suéteres de cuello de tortuga, los gatos, París) para crear una especie de cofradía con los lectores, como si se dirigiera a un grupo muy preciso de amigos.

Incluso en situaciones amenazantes, como la del cuento "Bestiario", menciona el caprichoso gusto del protagonista por el arroz con leche y su decepción de que no tenga suficiente canela. Sabía mezclar lo sobrenatural con los placeres domésticos, algo muy difícil. En sus novelas suele haber un grupo determinado (el Club de la serpiente en Rayuela, la Joda en Libro de Manuel) que comparte complicidades. Esta idea de grupo unido por afinidades se extiende a los lectores, que sentíamos formar parte de un universo privado, único, en el que, extrañamente, "merecíamos" estar. Obviamente, esto también tenía que ver con la moda de la época. Cortázar era un escritor culto y bastante esnob que asociábamos con las vanguardias y las rupturas estéticas; luego apoyó movimientos revolucionarios armados. Esto, que ahora resulta cuestionable, entonces tenía un aura romántica".


Muchos hombres de la policía literaria aseguran que su obra ha envejecido, pero todavía nacen esos jóvenes que ven en él a un autor fresco y vital. ¿Se sostiene la idea del agotamiento de su obra?


- La mayoría de sus cuentos (de "Bestiario" a "Octaedro") conservan su capacidad de convocar espacios únicos. También me gusta mucho "Los premios", una novela que en su momento no fue tan apreciada. Ahí hace un retrato en microcosmos de Buenos Aires y lo lanza al mar a bordo de un barco. Esa tripulación cercada por el agua es una de sus mejores invenciones. En cambio, creo que "Rayuela" ha envejecido. Lo digo con abatimiento porque es un libro fetiche para mí. Cada vez que me mudo es lo primero que empaco, porque ese ejemplar me lo regaló un amigo que murió en el terremoto del 85, haciendo guardia en el Hospital General, y que me escribió una dedicatoria tan larga como uno de los capítulos "prescindibles". "Rayuela" forma parte de mi educación sentimental. Cuando la recuerdo mezclo la lectura con la nostalgia. Tengo la impresión de que al celebrarla nos celebramos a nosotros mismos; recordamos toda una época en sus páginas. Pocos libros tienen este sentido de acontecimientos culturales. Sin embargo, si somos más objetivos, le encontramos tres pies al gato (o al menos algunas pulgas). Sus referencias culteranas son ya difíciles de transitar. Su idea de que el lector convencional es "hembra" resulta absurda y su sentido del juego de saltar capítulos es menos novedoso. Pero sus pasajes narrativos (la muerte de Rocamadur, la búsqueda de la Maga, el concierto de piano, el tablón tendido entre dos edificios de Buenos Aires) siguen siendo poderosos.

En toda la obra de Cortázar se respiran unas ganas de jugar que dan envidia, ¿cómo se logra que la seriedad y que la preocupación sean literalmente un agasajo divertido?

- La obra de Cortázar es una lección de libertad. Le debe mucho a la literatura de umbral de Borges y Bioy Casares, pero la volvió más cercana al lector desde el punto de vista emotivo. En Cortázar hay ternura, miradas infantiles, travesuras, picardía... Todo esto genera una sensación de espontaneidad, de estar ante un narrador franco, que descubre sus cartas. Se trata de un artificio, por supuesto, porque no hay nada más difícil de lograr que la naturalidad literaria. Esa capacidad para escribir con una soltura sumamente controlada, semejante a un solo de jazz, le permitió hacer juegos formales muy sugerentes. "62 Modelo para armar" es una obra fallida, pero la idea de crear una ciudad donde París se mezcla con Londres es magnífica; lo mismo sucede con "Libro de Manuel" y la escena del pingüino que recorre las calles nocturnas. Este impulso lúdico lo llevó a libros construidos como álbumes personales, sin género preciso (La vuelta al día en ochenta mundos, Último round). Hace poco prologué su libro "Corrección de pruebas". Es un relato ejemplar en el que convierte un viaje en combi por la Provenza, dedicado a corregir las galeras de "Libro de Manuel", en una maravillosa aventura de lo diario.

Vargas Llosa y Paz se separaron de Julio cuando esté afirmó su "responsabilidad intelectual", ambos en 1984 lamentaron la muerte del cronopio. En textos de ambos, al enterarse de su muerte, existe ese sentimiento de un amigo fraterno al que desgraciadamente no pudieron acompañar en sus arranques "socialistas", sabemos que por los dos Cortázar sintió una profunda admiración.

- Como tanta gente de mi generación compartí la esperanza guerrillera y la fe en el socialismo. Pero ya en 1950, seis años antes mi nacimiento, Octavio Paz había criticado el Gulag en la Unión Soviética. Fue un texto valiente, que muchas revistas rechazaron porque juzgaban que esa verdad le hacía "el juego al enemigo" y que sólo pudo aparecer en la revista Sur. La idea del compromiso sartreano -el intelectual que apoya una causa que lo excede- me parece muy cuestionable. Octavio Paz tenía razón al señalar que el intelectual no debe someterse a una razón de partido, a una Iglesia o a una ideología. Sólo puede hablar por sí mismo. Esto no significa que deba ser conformista, sino que debe ejercer su crítica en forma rigurosamente personal. Para quienes anhelábamos la aurora socialista, esto tenía un tono de aguafiestas. Era más atractivo ver a Cortázar defendiendo el terrorismo político desde París en Libro de Manuel. A la distancia, esa postura resulta ingenua e irresponsable. No lo fueron otras de sus causas, a las que dedicó un tiempo muy generoso, como el Tribunal Russell.

Hoy que América Latina, y usted es un gran ejemplo, lleva una especie de voz cantante de la literatura en español, ¿qué tanto le debe a la obra Cortázar?

- Cortázar era un enamorado de Europa (lo dice una y otra vez en sus cartas de París, ahora reunidas en editorial Alfaguara), lo cual es bastante argentino, dicho sea de paso. Sufrió mucho en el clima peronista y se sintió liberado al llegar a París. Varias veces señaló que su cuento Casa tomada había sido una respuesta inconsciente al ambiente de opresión vivido en Argentina. Ricardo Piglia ha criticado su conducta de consumidor de élite de la cultura europea. Su entusiasmo es, con frecuencia, el de un colonizado perfecto, que identifica la felicidad con la gran civilización europea y no vacila en pasar al francés para aumentar la calidad de sus elogios. Cortázar tardó en regresar la mirada a América Latina. La Revolución Cubana y luego la sandinista le revelaron un sentido de la solidaridad que no había conocido en sus largos años parisinos, donde, según dijo, no tuvo otra universidad que la soledad. En sus últimos años, era un hombre más feliz y más abierto a los demás. Esto relajó su tensión literaria, aunque aún escribió libros caprichosamente locos y divertidos, como "Un tal Lucas".

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