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Apóstol Carlos Alberto

Fue uno de los diez apóstoles que acompañaron a Pelé en la máxima estampa del futbol premoderno. Todavía hay quien se pregunta si El Rey tenía ojos en la nuca. Si en verdad había visto a Carlos Alberto correr detrás suyo para otorgarle la pelota y la gloria.

Fue uno de los diez apóstoles que acompañaron a Pelé en la máxima estampa del futbol premoderno. Todavía hay quien se pregunta si El Rey tenía ojos en la nuca. Si en verdad había visto a Carlos Alberto correr detrás suyo para otorgarle la pelota y la gloria. El remate del zaguero terminó en el fondo de la portería de la valiente Italia con una contundencia que aún estalla en el templo sagrado del laicismo: el Estadio Azteca de la Ciudad de México. Brasil consiguió aquel día la Jules Rimet, tres títulos y tres versiones del evangelio; Pelé, la única constante en el relato que comenzó en Suecia, con Garrincha, Vavá y Zagallo. Y el precursor del Carlos Alberto: Djalma Santos, el extraordinario lateral derecho de la primera aproximación al Paraíso.

La muerte de Carlos Alberto alimenta la mitología. Casi todos los once ideales de los aficionados al juego más lindo lo tienen en la plantilla imaginaria de los bienaventurados, aquellos que se robaron para siempre el nombre y la posición dentro del campo. El brasileño apareció, por ejemplo, en la alineación eterna de Johan Cruyff, que algo sabía de defensas y de laterales. También en la de Pelé y en la de Beckenbauer. Aquel futbol estaba lleno de cromos, de caleidoscopios, de aroma. No sucedía aún la Naranja Mecánica y sus consecuencias no se notaban en el prosaico orden del esquema.

Todo el certamen del 70 estuvo diseñado para la palabra. Y en verdad aquel tiempo dijo: dichosos los invitados a la cancha del Señor. México 70 fue campo de la mejor faceta del Perú, de una gran Inglaterra, de una exquisita maquinaria alemana, de una soberbia Italia y de los garbos inolvidables de Rusia, Bélgica y la República Oriental del Uruguay. Pero todos juntos, con sus grandes estrellas, palidecían ante el mejor Brasil de toda la historia: Gerson, Clodoaldo, Everaldo, Brito, Piazza, Rivelino, Jairzinho, Tostao, Félix, Carlos Alberto y Pelé. Nada fue igual, el futbol rescataba su esencia, su ser, su máxima belleza en la franela de la tragedia del 50, la camiseta del más futbolero de todos los lugares. Aquel campeón cerró para siempre el renacimiento, el refinado maneirismo de la pelota. Lo que vendría después sería la Revolución Industrial, el cambio de geometría, el progreso y la nomenklatura. Hasta que el Barsa convirtiera todo ello en una sutil forma del impresionismo.

Carlos Alberto, el indiscutible, formó parte de aquellos días que la memoria nunca olvidará, aquellos momentos en los que el juego pasaba por la cámara lenta del encanto, pausada forma del placer visual; si la armonía ha jugado a la pelota aquellas veces en Guadalajara y en el Azteca. El mundo no asimilaba lo que pasaba en el césped: era hermosura, era conjunción, era poesía. Pero también futbol: fino, entero, extraordinario. La fantasía prevalece. Y los ojos no se olvidan.
Adiós al crack. El álbum del alma ya lo lleva puesto.

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