After Office

Ali, el gran adjetivo

Ha muerto el boxeador más grande de todos los tiempos. Muhammad Ali fue más que un púgil. En él se sintetiza buena parte de la historia de Estados Unidos del siglo XX. El mundo ya llora su partida. 

Cuando Cassius Clay tiró la medalla olímpica al río sintió la rabia de los tiempos. Poco antes, lo habían enaltecido como el más grande. Clay se había coronado en la Magnas Justas con una limpieza nunca vista en el boxeo olímpico en Roma 60.

El muchacho tenía clase. Parecía blanco. La sangre de la esclavitud parecía en él una especie de porte. Como los poetas, llevaba el alma peinada de otra manera. El abuelo del dueño del olivo y la Niké, fue esclavo de un militar que batalló en la intervención a México en aquel 47 en el que nació el mutilado territorio de percal y de abalorio.

Clay siempre se avergonzó del nombre que registran los anales del olimpismo. Por eso, por la rabia de los tiempos, decidió la conversión al Islam de la mano de Malcom X. Dolido por el espíritu racial renunció a Vietnam y a la apatía contra la segregación. Se equivocan los que veneran sus peleas contra Fraizer, Foreman o Liston, en desordenado orden.

El gran combate que tuvo el más grande, el que picaba como avispa, fue en el cuadrilátero social. Ali nunca olvidaría, como elefante herido, aquella mañana en la que le negaron una hamburguesa en un lugar no apto para niggers. Tiró la medalla dorada con la promesa de volver y voltear los papeles del destino manifiesto.

Barack Obama, muchos años después, tendría en su casa de campaña una foto gigante del campeón de los pesados, como amuleto y como crucifijo. Ali se volvió, con testaruda manía, el puño de la lucha negra por la igualdad. Cuando acabó con Liston, cuando se reunió con los Beatles, cuando ya era el más grande, el chico ya era una ideología nada complaciente con el status quo.

Los americanos, siempre infieles a su grandes astros, como el indio Jim Thorpe y los negros Jessie Owens y Jackie Robinson, no asimilaron de buen modo al futuro dueño de todos sus sinónimos superlativos. Ali era la espada y el puente de una sociedad convulsionada entre Bahía de Cochinos y Corea; entre Dallas y Robert F. Kennedy, pasando por Martin Luther King.

Todo sucedió en los 60. Y Alí fue actor de primer orden en el reparto más caliente de la Guerra Fría. El jab de Muhammad ventiló una nueva ficha en el domino de la Historia, los Estados Unidos se islamizaban entre el duelo de las fichas blancas contra negras. También en eso fue líder, carisma de puro carisma.

La juventud negra que ya conocía a sus jugadores en las Grandes Ligas y en la NBA, tenía en Alí una nueva fórmula para escapar de la abstención política. Kareem Abdul-Jabbar (Lou Alcindor) se convertiría, siendo el mejor de los basquetbolistas profesionales, a la Gran Lectura, el Corán, años después. Ante las punzadas de la sociedad blanca, la revista Esquire lo llevó en la tapa en forma de San Sebastián Martir, las flechas indicaban bien donde provenían los disparos. Esa portada es un muestrario, un aleph, de todo Ali: parecía el emblema de la religión católica, él tan islamista, la convicción de la fe y la resistencia a la tortura, ajena a la moral y al ego, él tan ególatra, tan bocón y tan ufano de sus actos.

Ali, en esa foto histórica, es depósito de la ira de los tiempos, de la rabia y misericordia. El poeta que cantó Stand by me llevó en sus hombros la lucha por la democracia, esa que tanto impactó a Tocqueville en sus dos tomos sobre la América, el muchacho que volaba como mariposa era ese efecto: todo se movería en cada uno de su lances en el pugilato. La pelea contra Foreman, en Zaire, documentada al detalle por Norman Mailer en El Combate, significó la consagración del atleta y del estandarte del futuro, esa promesa, esa ley.

Retirado, afectado por el Parkinson, que intentó curarse en México, el Comité Olímpico Internacional tuvo el honorable gesto de devolverle aquella medalla dorada de Roma tirada al río por la rabia de los tiempos. Y el Comité Organizador de los Juegos de Atlanta, le dio la responsabilidad de encender el pebetero olímpico.

Esa noche, la de mayor dicha para el púgil, el más grande, fue la recompensa sonriente de la perseverancia. Alí era la mayor admiración del siglo XX. El gran significado, el gran enunciado y el gran adjetivo.

Cuando Obama llegó a la presidencia de la Unión, evocó a Owens, a Jackie Robinson y, sobre todo, a Ali, el joven y negro dirigente de la nación era la última consecuencia de la lucha civil. Obama era Ali por otros medios. Ha muerto, pues, el gran signo del deporte, esa gracia que todo lo invade y todo lo gobierna. El alma no aceptará remplazo en esta ya abominable ausencia.

También lee: